La noche era muy oscura. Los perros afuera ladraban. Carolina miró el reloj. 3:23am
Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, abrió las cortinas. En el tenue reflejo de la ventana le pareció ver una sombra al lado de su puerta. Volteó pero ya no había nada. Miró hacia fuera, los perros volvían a sus camas. Prendió la luz de la mesa de noche y decidió no cerrar la cortina.
-Tengo sueño, voy a dormir ya.- dijo.
Se metió a la cama, cerró los ojos. El corazón latía fuerte. Respiró profundo. Recordaba su infancia, los juegos con su hermana Margarita, las témperas y crayolas, respiraba, los dibujos en las paredes, los vestidos de flores, los pies descalzos. Las remodelaciones de la casa, las corridas en la escalera. Risas, muchas risas. Los enormes ojos de Margarita diciéndole buenas noches.
Soñó que volaba sobre un parque. Podía pararse sobre las ramas de los árboles a observar a la gente ante la cual era invisible. Se sentía ligera, en libertad de volar hacia donde quisiera. Miró hacia abajo y entre el tumulto sus padres la observaban.
La noche estaba tranquila. El silencio lo abarcaba todo. Eran las 4:44 de la mañana cuando un ruido seco en en primer piso cortó la calma en dos. Carolina abrió los ojos. La luz amarilla de la pequeña lámpara de mesa seguía encendida, los perros no ladraron. Se levantó, se paró sobre el par de pantuflas, se puso encima un chal y abrió la puerta de su cuarto. Carolina se mantuvo dentro de su habitación, mirando desde el marco de la puerta abierta el interruptor de luz que la esperaba al otro lado del pasillo, al inicio de la escalera.
-Voy a ir por agua- dijo.
Llegó al interruptor y encendió la luz blanca de la escalera. Bajó con los pasos marcados por los fuertes latidos que le remecían el pecho.
Al llegar a la cocina y encender la luz un ratón escapó entre sus pies. Carolina contuvo un grito y dos lágrimas se escurrieron por sus ojos verdes. Tomó un vaso del gabinete. Lo acercó a la jarrita de vidrio y se sirvió un poco de agua. La tomó en pequeños sorbos.
Afuera los pájaros madrugadores ya empezaban a cantar. Los trinos y aleteos la acompañaban en el frío de la incipiente mañana. Sirvió un vaso más, tapó la jarra y salió de la cocina dejando la luz encendida. Al pie de la escalera notó que la luz blanca se había apagado y no recordaba haberlo hecho.
-Voy a subir y me voy a dormir- anunció.
Subió con pasos firmes. No quería tropezar. Al llegar al pasillo del segundo piso tocó el interruptor tal como lo había hecho minutos antes, pero la luz no se encendió.
Esperó, detenida, con el vaso entre las manos. Bebió un sorbo. Se acomodó el chal. Pensó en lo feliz que había sido de niña en esa casa. Recordó los juegos que jugaba con Margarita, la pared de colores, las herramientas de los obreros de construcción, la vez que desobedecieron a mamá y se escabulleron a la azotea que pronto sería el nuevo segundo piso. Recordó las risas, los nervios, las corridas y un empujón. Un grito intenso pero corto. Un ruido seco tras la caída.
Carolina lanzó hacia su cuarto el vaso de vidrio que al caer no se rompió, en cambio, rodó suavemente hacia ella.
Carolina no se movió. Sus ojos, fijos en el vaso que se acercaba en línea recta, no parpadeaban. Envuelta en el silencio sólo podía susurrar.
-Margarita ya no quiero jugar. Tengo sueño, por favor. Tengo tanto sueño.
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