De vuelta en Buenos Aires, y ya no tengo que mantenerme despierta para oír caer la lluvia.
Es la lluvia la que se encarga de despertarme para que la oiga.
Y el agua viene con fuerza. Y cuando cae así, con gritos de truenos que parecen decir cosas muy intensas y muy reales, algo se conecta con el cuerpo. Y es como si lloviera por dentro también mientras el alma truena y algo se va yendo. Alguna pena, que se hace grande y más grande, se moja y se hace grande. Hay algo de procesamiento natural en esta sensación que invade el cuerpo e hincha el alma hasta casi hacerla explotar.
O será que recién llegué, y es como si entre mi ida y mi regreso me llené de amores que ahora se humedecen y se expanden. Y lo que siento que se va es el miedo a saber que quiero tanto a los que quiero. Y estar lejos otra vez me hace sentir una debilidad familiar. Una debilidad de la quise huir cuando salí hace tanto tiempo. Cuando me alejé para acercarme, sin saberlo.
O de repente esto que siento es el miedo engrandecido. El miedo señalado con los truenos. El escalofrío en mi espalda, el levantar la cabeza y mirar por la ventana a ver si el cielo se iluminó. Y la lluvia recordándome que está bien que luego del calor intenso, de las emociones grandes, el sistema no aguante y llore. Como llora este cielo gigantesco sobre mí ahora.
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