El piso estaba lleno de bolsas. La gata caminaba entre ellas, deteniéndose en la más grande para investigar, meter la nariz, la cabeza, el cuerpo, y luego intentar escapar, como si algo o alguien viniera por detrás para cerrar la bolsa con un nudo y alejarla de aquí, como si de basura se tratase. Una de las patas traseras se atasca en el asa y los rápidos movimientos de la gata obligan a la bolsa a crujir y moverse tras ella, creando más tensión en esta pequeña investigadora temerosa dotada de muy poco coraje. Al subir las escaleras la bolsa la persigue, sin quedar atrás, avanza con la gata hasta el segundo piso. Con los dientes intenta abrirse camino, devolverle a sus patas la agilidad usual, pero el ruido la espanta y continua su escape hacia el marco de la ventana, que, dos pisos por encima de la calle, está abierta de par en par. La bolsa o yo, parece pensar, cuando mira hacia abajo y se lanza con un maullido guerrero que a muchos no convence. Su pelaje negro brilla con la luz de los faroles de la calle, la ansiada libertad está cada vez más cerca, con la caída la bolsa se libera y la pata trasera vuelve a ser de exclusividad de esta gata que al caer al suelo intacta devuelve el orgullo a su especie. La bolsa se ha separado, en efecto, pero al caer no encuentra mejor lugar para aterrizar que sobre la cabeza de la gata que se lamía ya las patas como dejando atrás lo sucedido. Cubierta nuevamente de bolsa, la gata se queda quieta. La cola afuera, se mueve despacio de un lado a otro, la punta sola de arriba abajo, solo cabe adivinar lo que hará ahora. Pocos segundos pasan a través de ella, tranquila, encuentra repentinamente cierto descanso, cierta protección dentro de esta improvisada cueva de plástico blanco. Se escuchan silbidos a lo lejos, alguien la extraña, ella lo oye, responde con maullidos intermitentes leves, que no llegan a los oídos de quien la llama. Sin saberlo ella, una cabeza humana se asoma por la ventana pero no ve en el suelo más que una bolsa blanca. Cierra la ventana y prosigue con su búsqueda, para abandonarla en pocos minutos asumiendo la gran pericia felina para regresar a la cama cuando la noche se ha instalado. Abajo, en cambio, una repentina torpeza se ha apoderado de la mascota castrada y engordada, muy lejana ya de aquella que saltaba por los techos más altos y lejanos, la que podría haber encontrado la manera de salir de esa bolsa y volver a calentar los pies de quien la alimenta.
La gata se ha quedado dormida, cubierta de blanco, son ya las 11 de la noche, se oye el camión recolector y a los 3 hombres que levantan una a una las bolsas de basura del distrito para lanzarlas al camión que compacta en pequeños paquetes cada tantos kilos de desperdicios. Sorprendería que uno de ellos hiciera algo más allá de lo que su trabajo exige, recoger la basura de los puntos establecidos, pero en esta oportunidad la pequeña anciana de la puerta cercana a donde la gata duerme escondida, está sacando, ella sola, una bolsa negra con desperdicios y otra muy grande con ropa para regalar a los trabajadores nocturnos. Uno de ellos, el más joven, la ve desde lejos, y corre para ayudarla. Recibe las bolsas con mucho agradecimiento, ayuda a la señora con la bolsa negra y le dice que descanse. Ante este súbito incremento en la actividad de la noche, la gata despierta y realiza una serie de movimientos rápidos y desesperados por salir de su guarida temporal. La señora la confunde con un roedor indeseable y deja salir un pequeño pero certero alarido y dice claramente la palabra rata. La gata, que es negra, escapa por los bordes de las paredes, dejando atrás, por fin, la bolsa, y el joven, que no puede dejar pasar una ocasión para demostrar gallardía, emprende la persecución con las bolsas en las manos. La cabeza humana que asomó por la ventana hace ya una media hora vuelve a aparecer y pregunta está bien señora? A lo que esta responde hay una rata enorme. La fobia por las ratas impide que la cabeza humana se involucre en la situación con lo cual se despide y cierra con rapidez y cerrojo, la ventana. La pequeña gata negra ha logrado alejarse lo suficiente del recolector heroico, y está por cruzar la calle hacia los arbustos del parque de enfrente donde podrá pasar la noche escondida, protegida, ya casi lo imagina, hasta que salga el sol y ella pueda esperar a que su dueño la encuentre. En medio del asfalto el camión también avanza y es lamentable cómo suceden las cosas a veces cuando los caminos de uno y otro ser se encuentran para la desgracia de uno de ellos, el más pequeño e indefenso, peludo ser, que al ser sobrepasado por la inmensa llanta del camión no puede siquiera emitir un sonido de despedida de este mundo cruel y material, donde la rapidez y la agilidad quedan atrás para dejarnos tan solo con un cuerpo ensanchado y lento, que, además, es lo que queda de nosotros para terminar en una bolsa plástica blanca, cerrada con un nudo, lanzada sin lástima ni tristeza al camión que ahora une el paquete que llega con los que ya estaban ahí y tritura todo para hacer espacio a las siguientes bolsas que vendrán a lo largo de la noche.